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Bond veía a la suerte como a una mujer, a la que se cortejaba suavemente o a la que se violaba brutalmente, a la que nunca se complacía ni se perseguía. Pero era lo bastante honesto como para admitir que ni las cartas ni las mujeres le habían hecho sufrir. Un día, y aceptó el hecho de que sería puesto de rodillas por el amor o por la suerte.