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Ésa era la cuestión: antaño, la diferencia entre la luz y la oscuridad había sido básica. Una era buena, la otra mala. De repente, sin embargo, las cosas no estaban tan claras. La oscuridad seguía siendo un misterio, algo oculto, algo a lo que temer, pero yo también había llegado a temer a la luz. Era donde todo se revelaba, o parecía revelarse. Con los ojos cerrados, sólo veía la negrura, que me recordaba ese algo, el más profundo de mis secretos; con los ojos abiertos, sólo estaba el mundo que no conocía, brillante, ineludible y, de algún modo, todavía allí.