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Las lágrimas que acompañaron a Buttercup el resto del día no se parecían en nada a las que la habían cegado contra el tronco del árbol. Aquellas eran ruidosas y calientes; palpitaban. Estas eran silenciosas y constantes y lo único que hacían era recordarle que no era lo bastante buena. Tenía diecisiete años, y todos los hombres que había conocido se habían derrumbado a sus pies y eso no significaba nada. La única vez que realmente importaba, ella no era lo suficientemente buena.