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Escuchando (si hubiera habido alguien que escuchara) desde las habitaciones superiores de la casa vacía, sólo podía oírse un gigantesco caos salpicado de relámpagos que se agitaba y sacudía, mientras los vientos y las olas se desplegaban como los bultos amorfos de los leviatanes cuyas frentes no son atravesadas por la luz de la razón, y se montaban unos sobre otros, y se lanzaban y zambullían en la oscuridad o en la luz del día (porque la noche y el día, el mes y el año corrían sin forma juntos) en juegos idiotas, hasta que parecía como si el universo estuviera luchando y dando tumbos, en una confusión bruta y una lujuria desenfrenada sin rumbo por sí mismo.