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Llegó el verano. Para el ladrón de libros, todo iba bien. Para mí, el cielo tenía el color de los judíos. Cuando sus cuerpos terminaron de buscar huecos en la puerta, sus almas se alzaron. Cuando sus uñas habían arañado la madera y en algunos casos se habían clavado en ella por la pura fuerza de la desesperación, sus espíritus venían hacia mí, a mis brazos, y salíamos de aquellas duchas, al tejado y arriba, a la cierta amplitud de la eternidad. Siguieron alimentándome. Minuto tras minuto. Ducha tras ducha.