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En el misticismo, ese amor a la verdad que vimos como el principio de toda filosofía abandona la esfera meramente intelectual y adopta el aspecto seguro de una pasión personal. Donde el filósofo conjetura y argumenta, el místico vive y mira; y habla, en consecuencia, el desconcertante lenguaje de la experiencia de primera mano, no la prolija dialéctica de las escuelas. Así, mientras que el Absoluto de los metafísicos sigue siendo un diagrama -impersonal e inalcanzable-, el Absoluto de los místicos es amable, alcanzable, vivo.