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Los días en que tenemos veintiún años no son valientes. Están llenos de pequeñas cobardías, de pequeños temores sin fundamento, y uno se siente tan fácilmente magullado, tan rápidamente herido, que cae ante la primera palabra punzante. Hoy en día, envueltos en la complaciente armadura de la madurez que se aproxima, los infinitesimales pinchazos del día a día nos rozan ligeramente y pronto se olvidan, pero entonces, cómo una palabra descuidada perduraba, convirtiéndose en un estigma ardiente, y cómo una mirada, una mirada por encima del hombro, se marcaban como cosas eternas.