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  • Contempló un mundo de increíble belleza. La sangre del viejo celta de la rueca, en alguna cámara recóndita de su cerebro, le movía a dialogar con los abedules, con los robles. Un fresco fuego verde seguía rompiendo en el bosque y él podía oír los pasos de los muertos. Todo se le había caído. Apenas podía decir dónde terminaba su ser o empezaba el mundo, ni le importaba. Permaneció tumbado de espaldas en la grava, con el núcleo de la tierra calándole los huesos, un momento de vértigo con la ilusión de caer hacia el exterior a través del espacio azul y ventoso, sobre el lado opuesto del planeta, precipitándose a través de los altos y finos cirros.