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El caso es que pertenezco a esa triste minoría cada vez más reducida... la de los hijos de familias desestructuradas. He cargado con este albatros desde los once años, cuando empecé la escuela primaria. No pasaba un día sin que alguien que yo conociera resultara ser adoptado o ilegítimo, o que su madre estuviera a punto de largarse con algún tío, o que tuviera un padre muerto o un padrastro destartalado. Qué vidas tan ajetreadas llevaban. Cómo envidiaba sus excusas para la introspección, sus receptáculos marcados al oído para todo antagonismo justo y lealtad noble.