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Recuerdo que una vez salí a pasear de la mano de un chico que conocía, era verano, y de repente ante nosotros había un campo de oro. Oro hasta donde alcanzaba la vista. Sabíamos que seríamos ricos para siempre. Nos llenamos los bolsillos y el pelo. Nos llenamos de oro. Corrimos por el campo riendo y nuestras piernas y pies se cubrieron de polvo amarillo, de modo que parecíamos estatuas doradas o dioses dorados. Me besaba los pies, el chico con el que estaba, y cuando sonreía tenía un diente de oro. Era sólo un campo de ranúnculos, pero éramos jóvenes.