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Había madurado. Había aprendido que ser mujer era saber cuándo mantenerse firme y cuándo transigir. Había aprendido a reír y a llorar; había aprendido que era tan débil como fuerte. Había aprendido a amar. Ya no era un árbol rígido y erguido que no se doblaba ni se inclinaba, aunque el vendaval amenazara con partirlo en dos; era el sauce que se dobla, tiembla y se balancea, y aun así se mantiene fuerte.