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Un filósofo es un amante de la sabiduría, no del conocimiento, que, a pesar de todas sus grandes utilidades, sufre en última instancia el efecto paralizante de lo efímero. Todo conocimiento es pasajero, ligado al mundo que lo rodea y sujeto a cambios a medida que el mundo cambia, mientras que la sabiduría, la verdadera sabiduría es eterna, inmutable. Para ser filosófico hay que amar la sabiduría por sí misma, aceptar su validez permanente y, sin embargo, su perpetua irrelevancia. El destino de los sabios es comprender el proceso de la historia y, sin embargo, nunca darle forma.