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Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el pequeño apartamento: las charlas ardientes y volubles después del estudio del día; las cenas acogedoras y los desayunos frescos y ligeros; el intercambio de ambiciones -ambiciones entrelazadas cada una con las de la otra o sin importancia-, la ayuda mutua y la inspiración; y -pasen por alto mi falta de arte- las aceitunas rellenas y los sándwiches de queso a las once de la noche.