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Largas sombras azules y puntiagudas se deslizaban por los campos nevados, mientras un resplandor rosado, al principio apenas perceptible, se hacía gradualmente más profundo y cubría todas las cimas de las montañas, ruborizando los glaciares y los duros riscos que se alzaban sobre ellas. Este era el resplandor de los Alpes, para mí la más impresionante de todas las manifestaciones terrestres de Dios. Al contacto con esta luz divina, las montañas parecían encenderse en una extasiada conciencia religiosa, y permanecían en silencio como devotos adoradores esperando ser bendecidos.