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Había muerto plácidamente, mientras dormía, después de una noche escuchando todas sus canciones favoritas de Fred Astaire, un disco crepitante tras otro. Cuando se había apagado el último acorde de la última pieza, se había levantado y había abierto las puertas francesas que daban al jardín exterior, quizá esperando respirar la madreselva una vez más.