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Entonces me di cuenta de lo que nos separaba: lo que yo pensaba de él no podía llegarle; era psicología, de la que se escribe en los libros. Pero su juicio me atravesaba como una espada y cuestionaba mi derecho a existir. Y era cierto, siempre me había dado cuenta; yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, una planta o un microbio. Mi vida tanteaba pequeños placeres en todas direcciones. A veces enviaba señales vagas; otras veces no sentía más que un zumbido inofensivo.