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Dios, le quería. Podía insistir en que estaba bien con ser sólo amigos, que encontraría a alguien más y lo superaría, pero me estaba engañando a mí misma. No había forma de superarlo. Le quería, y dentro de cincuenta años podríamos estar casados con otras personas, no habernos dado ni un beso, y yo seguiría mirándole a los ojos y sabría que él era el elegido. Siempre lo sería.