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Recuerdo cuando mi padre me dio esa pistola. Me dijo que nunca apuntara a nada de la casa y que prefería que disparara a las latas del patio trasero. Pero me dijo que, tarde o temprano, la tentación de perseguir pájaros sería demasiado fuerte, y que podía disparar a todos los arrendajos azules que quisiera, si les daba; pero que recordara que era pecado matar a un ruiseñor.