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No admiramos, apenas excusamos, al fanático que destroza este mundo por amor al otro. Pero, ¿qué decir del fanático que destruye este mundo por odio al otro? Sacrifica la existencia misma de la humanidad a la inexistencia de Dios. Ofrece sus víctimas no al altar, sino simplemente para afirmar la ociosidad del altar y el vacío del trono. Está dispuesto a arruinar incluso esa ética primaria por la que viven todas las cosas, por su extraña y eterna venganza sobre alguien que nunca vivió en absoluto.