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  • Hola, Sydney", me dijo, dedicándome una pequeña sonrisa torcida al entrar en la habitación. Sus ojos parpadeantes y oscuros eran amistosos, pero también evaluaban todo lo que había en la habitación, igual que la mirada de Eddie. Era una cosa de guardianes. Rose era más o menos de mi estatura y vestía muy informal, con vaqueros y una camiseta roja de tirantes. Pero, como siempre, había algo tan exótico como peligroso en su belleza que la hacía destacar de todos los demás. Era como una flor tropical en esta habitación oscura y cargada. Una que podía matarte.

    Richelle Mead (2011). "Bloodlines", p.38, Penguin