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Mitchell Sanders tenía razón. Para el soldado común, al menos, la guerra tiene la sensación -la textura espiritual- de una gran niebla fantasmal, espesa y permanente. No hay claridad. Todo se arremolina. Las viejas reglas ya no son vinculantes, las viejas verdades ya no son ciertas. Lo correcto se convierte en incorrecto. El orden se mezcla con el caos, el amor con el odio, la fealdad con la belleza, la ley con la anarquía, la civilidad con el salvajismo. Los vapores te absorben. No sabes dónde estás, ni por qué estás ahí, y la única certeza es una ambigüedad abrumadora.