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Los copos de nieve a la deriva rozaron su rostro tan ligeros como besos de amante y se derritieron en sus mejillas. En el centro del jardín, junto a la estatua de la llorona que yacía rota y semienterrada en el suelo, volvió el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. Podía sentir la nieve en las pestañas, saborearla en los labios. Era el sabor de Invernalia. El sabor de la inocencia. El sabor de los sueños.