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  • No negábamos lo evidente, pero tampoco lo aceptábamos del todo. Lo saludábamos cada mañana en el vestíbulo. Le dábamos palmaditas en la cabecita cuando ensuciaba el patio, pero nunca lo cuidábamos. Muchas noches, la obviedad aparecía en la puerta de nuestra habitación, en pijama, sin poder dormir, necesitada de un abrazo, y nosotros nos quedábamos mirándola como armenios, o peor aún, nos escondíamos bajo las sábanas y fingíamos no oír sus pequeños sollozos.