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Un estornudo viaja a una velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora. Un eructo, más despacio; un pedo, aún más despacio. Pero un beso lanzado con los dedos: su salida es repentina, su llegada ambigua, y no hay ninguna fuente que pueda afirmar con autoridad qué velocidades se alcanzan en su vuelo.