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Nuestro destino cristiano es, de hecho, grande: pero no podemos alcanzar la grandeza a menos que perdamos todo interés en ser grandes. Porque nuestra propia idea de grandeza es ilusoria, y si le prestamos demasiada atención nos veremos atraídos fuera de la paz y la estabilidad del ser que Dios nos dio, y buscaremos vivir en un mito que hemos creado para nosotros mismos. Y cuando somos verdaderamente nosotros mismos perdemos la mayor parte de la fútil autoconciencia que nos mantiene comparándonos constantemente con los demás para ver lo grandes que somos.