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El tiempo no había desvanecido mis recuerdos (como había rogado a Dios que hiciera), ni había curado mis heridas como se dice que siempre hace. Empezaba cada día con la esperanza de que el día siguiente sería mejor, mis recuerdos un poco menos punzantes, pero me despertaba con el mismo dolor, como si una lámpara negra ardiera eternamente dentro de mí, irradiando oscuridad.