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Cuando se fue, me arrodillé junto a Annabeth y le palpé la frente. Seguía ardiendo. "Eres mona cuando te preocupas", murmuró. "Se te arrugan las cejas". "No vas a morir mientras te deba un favor", le dije. "¿Por qué cogiste ese cuchillo?" "Tú habrías hecho lo mismo por mí". Era verdad. Supongo que los dos lo sabíamos. Aun así, sentí como si alguien me estuviera pinchando el corazón con una fría barra de metal.