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Luego estaba Nico di Angelo. Ese chico le ponía los pelos de punta a Leo. Estaba sentado con su cazadora de aviador de cuero, su camiseta negra y sus vaqueros, aquel malvado anillo de calavera de plata en el dedo y la espada estigia a su lado. Sus mechones de pelo negro se alzaban en rizos como alas de murciélago bebé. Sus ojos estaban tristes y algo vacíos, como si hubiera mirado fijamente a las profundidades del Tártaro, y así era.