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La prisión más miserable del mundo es la que nos hacemos a nosotros mismos cuando nos negamos a mostrar misericordia. Nuestros pensamientos se encadenan, nuestras emociones se encadenan, la voluntad está casi paralizada. Pero cuando mostramos misericordia, todas estas ataduras se rompen, y entramos en una gozosa libertad que nos libera para compartir el amor de Dios con los demás.