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Pero el crimen más atroz de la Iglesia no ha sido perpetrado contra los eclesiásticos, sino contra los fieles. Con sus conceptos venenosos del pecado y el castigo divino, ha deformado y lavado el cerebro a incontables millones de personas. Sería imposible calcular el daño psíquico que ha infligido a generaciones de niños que podrían haberse convertido en seres humanos sanos, felices, productivos y llenos de entusiasmo de no ser por la carga de miedo y culpa antisexuales que les ha inculcado la Iglesia. Sólo esto basta para condenar la religión.