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La verdadera democracia, viva, creciente e inspiradora, deposita su fe en el pueblo: fe en que el pueblo no se limitará a elegir a los hombres que representarán sus opiniones hábil y fielmente, sino que también elegirá a los hombres que ejercerán su juicio concienzudo; fe en que el pueblo no condenará a aquellos cuya devoción a los principios les lleve por derroteros impopulares, sino que recompensará el valor, respetará el honor y, en última instancia, reconocerá lo correcto.