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En resumen, no me hice cristiano porque Dios me prometiera que tendría una vida aún más feliz que la que tenía como ateo. Nunca prometió tal cosa. De hecho, seguirle conllevaría inevitablemente una degradación divina a los ojos del mundo. Más bien, me hice cristiano porque la evidencia era tan convincente de que Jesús es realmente el único Hijo de Dios que demostró su divinidad resucitando de entre los muertos. Eso significaba que seguirle era el paso más racional y lógico que podía dar.