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Según la enseñanza de nuestro Señor, lo que está mal en el mundo es precisamente que no cree en Dios. Sin embargo, está claro que la incredulidad que tan amargamente deploraba no era una persuasión intelectual de la inexistencia de Dios. Aquellos a quienes reprendía por su falta de fe no eran hombres que negaban a Dios con la cabeza, sino hombres que, aunque aparentemente incapaces de dudar de Él con la cabeza, vivían como si no existiera.