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El continuo y progresivo cambio al que está sujeto el significado de las palabras, la falta de un lenguaje universal que hace necesaria la traducción, los errores a los que están sujetas las traducciones, los errores de copistas e impresores, junto con la posibilidad de alteración voluntaria, son en sí mismos evidencias de que el lenguaje humano, ya sea hablado o impreso, no puede ser el vehículo de la Palabra de Dios.