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Para arrancarme la astilla de metal de la palma de la mano, mi padre recitó una historia en voz baja. Yo miraba su hermoso rostro y no la hoja. Antes de que terminara la historia, me había quitado la astilla de hierro por la que creí que moriría. No recuerdo el cuento, pero aún oigo su voz, un pozo de agua oscura, una plegaria. Y recuerdo sus manos, dos medidas de ternura que posó sobre mi rostro.