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Nuestro intelecto no es el instrumento más sutil, más poderoso, más apropiado, para revelar la verdad. Es la vida la que, poco a poco, ejemplo a ejemplo, nos permite ver que lo que es más importante para nuestro corazón, o para nuestra mente, no se aprende razonando, sino a través de otros organismos. Entonces es cuando el intelecto, observando su superioridad, abdica de su control ante ellos sobre bases razonadas y acepta convertirse en su colaborador y lacayo.