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Tenemos que arrepentirnos de la soberbia con que a veces juzgamos la Escritura y aprender a sentarnos humildemente bajo sus juicios. Si nos acercamos a la Escritura con la mente hecha, esperando oír de ella sólo el eco de nuestros propios pensamientos y nunca el trueno de los de Dios, entonces, en efecto, no nos hablará y sólo nos confirmaremos en nuestros propios prejuicios. Debemos permitir que la Palabra de Dios nos confronte, perturbe nuestra seguridad, socave nuestra complacencia y derribe nuestras pautas de pensamiento y comportamiento.