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El diablo no lleva a los pecadores al infierno con los ojos abiertos: primero los ciega con la malicia de sus propios pecados. Así los conduce a la perdición eterna. Antes de que caigamos en pecado, el enemigo se afana en cegarnos, para que no veamos el mal que hacemos y la ruina que nos acarreamos al ofender a Dios. Después de cometer el pecado, trata de hacernos mudos, para que, por vergüenza, ocultemos nuestra culpa en la confesión.