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Descubrimos, como niños que abren los ojos por primera vez, que la venida de Dios a la tierra por amor a nosotros había cambiado radicalmente el mundo, porque se había quedado con nosotros. Cuando paseábamos por la ciudad, o viajábamos a otras ciudades y países, lo que nos atraía no eran las cosas bellas e interesantes que nos rodeaban. Ni siquiera los maravillosos monumentos y las preciosas reliquias de Roma parecían tan importantes. Más bien, lo que daba un sentido de continuidad a nuestro viaje por el mundo para Jesús, era Su presencia eucarística en los sagrarios que encontrábamos dondequiera que fuéramos.