-
La noche anterior había enjuagado mi sari y mis calzoncillos en el mar. Bajé desnuda hasta donde colgaban en las ramas del árbol de hojas plateadas junto al arroyo. Bajo la perezosa sensualidad de un lujoso estiramiento desde los dedos de los pies hasta la nariz sentí la fuerte demanda inequívoca de mi sangre. Me abracé a mí misma por un momento observando cómo la luz gris cedía el paso al amanecer a través de los ojos entrecerrados.