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Hasta que no pasemos por ello nosotros mismos, hasta que nuestra gente no se acobarde en los refugios de New York, Washington, Chicago, Los Ángeles y otros lugares mientras los edificios se derrumban sobre sus cabezas y estallan en llamas, y los cadáveres se esparcen y, cuando termina el día o la noche, emergen entre los escombros para encontrar a algunos de sus seres queridos destrozados, sus casas destruidas, sus hospitales, iglesias y escuelas demolidas, sólo después de esa horrible experiencia nos daremos cuenta de lo que estamos infligiendo al pueblo de Indochina.