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La razón principal de que la guerra siga entre nosotros no es ni un secreto deseo de muerte de la especie humana, ni un irreprimible instinto de agresión, ni, por último y más plausible, los graves peligros económicos y sociales inherentes al desarme, sino el simple hecho de que todavía no ha aparecido en la escena política ningún sustituto de este árbitro final en los asuntos internacionales.