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La escritura engendra en nosotros ciertas actitudes hacia el lenguaje. Nos anima a dar por sentadas las palabras. La escritura nos ha permitido almacenar indefinidamente grandes cantidades de palabras. Esto es ventajoso por un lado, pero peligroso por otro. El resultado es que hemos desarrollado una especie de falsa seguridad en lo que respecta al lenguaje, y nuestra sensibilidad hacia el lenguaje se ha deteriorado. Y, en proporción, nos hemos vuelto insensibles al silencio.