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La enfermedad me invadía en grandes oleadas. Después de cada oleada se desvanecía y me dejaba flácido como una hoja mojada y temblando por todo el cuerpo, y entonces sentía que volvía a surgir en mí, y las relucientes baldosas blancas de la cámara de tortura bajo mis pies y sobre mi cabeza y por los cuatro costados se cerraban y me estrujaban hasta hacerme pedazos.