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Estoy convencida de que el mayor legado que podemos dejar a nuestros hijos son los recuerdos felices: esos momentos preciosos tan parecidos a los guijarros de la playa que se arrancan de la arena blanca y se guardan en cajitas que permanecen intactas en estanterías altas hasta que un día se derraman y el tiempo se repite, con alegría y dulce tristeza, en el niño ya adulto.