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Ser robado y traicionado por una diabólica conspiración clandestina, o por los agentes terrenales de Satán, es al menos una situación romántica -sugiere al menos una gran confrontación hollywoodiense entre el bien y el mal-, pero ser estafado fríamente una y otra vez por un puñado de imbéciles incruentos y de segunda categoría, imbéciles que tú elegiste, que tú elegiste, no es algo de lo que a nadie le guste presumir.