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Cogí una hoja de papel, la dividí en columnas de deuda y crédito sobre los argumentos a favor y en contra de Dios y la inmortalidad. La víspera de Navidad escribí "en bancarrota" al pie. Y fue en la mañana de Navidad de 1895, después de haber celebrado tres misas, mientras las campanas de la iglesia parroquial repicaban el mensaje navideño de paz, cuando, con gran dolor, me encontré lejos de la tierra familiar, sin hogar, a la deriva y sin rumbo. Pero, después de todo, las campanas tenían razón; desde aquella hora me he visto totalmente libre de la pesadilla de la duda que se había cernido sobre mí durante diez años.