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Los cristianos, en efecto, tienen la obligación especial de no olvidar cuán grande e inextinguible es la proclividad humana a la violencia, ni cuántas víctimas se ha cobrado, pues adoran a un Dios que no se limita a tomar parte de esas víctimas, sino que fue él mismo una de ellas, asesinado por la autoridad y la prudencia moral combinadas de los poderes político, religioso y jurídico de la sociedad humana.