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Si me doy el gusto y me entrego a la memoria, aún puedo sentir el nudo de excitación que se apoderó de mí al doblar la esquina de la calle Mimosas, en busca de la casa de René Magritte. Era agosto de 1965. Tenía 33 años y estaba a punto de conocer al hombre cuyas pinturas surrealistas, profundas e ingeniosas, habían contradicho mis suposiciones sobre la fotografía.