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Para el hombre verdaderamente ético, toda vida es sagrada, incluso la que desde el punto de vista humano parece inferior en la escala. Sólo hace distinciones a medida que se le presenta cada caso, y bajo la presión de la necesidad, como, por ejemplo, cuando le toca decidir cuál de dos vidas debe sacrificar para preservar la otra. Pero a lo largo de toda esta serie de decisiones es consciente de que actúa sobre bases subjetivas y arbitrarias, y sabe que es responsable de la vida sacrificada.